sábado, 29 de noviembre de 2003

La carta esférica (Arturo Pérez Reverte)

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Siempre hay un tonto que pierde. Y si miras alrededor y no ves ninguno, es que el tonto eres tú.

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La mujer es el único ser que no puede definirse con dos oraciones consecutivas.

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La vida de los hombres gira siempre en torno a una sola mujer: aquella donde se resumen todas las mujeres del mundo, vértice de todos los misterios y clave de todas las respuestas. La que maneja el silencio como nadie, tal vez porque ése es un lenguaje que habla a la perfección desde hace siglos. La que posee lucidez sabia de mañanas luminosas, atardeceres rojos y mares azul cobalto, templada de estoicismo, tristeza infinita y fatiga para las que [...] no basta una sola existencia. Era necesario, además y sobre todo, ser hembra, mujer, para mirar con semejante mezcla de hastío, sabiduría y cansancio. Para disponer de aquella penetración aguda como una hoja de acero imposible de aprender o imitar, nacida de una larga memoria genética de vidas innumerables, viajando como botín en la cala de naves cóncavas y negras, con los muslos ensangrentados entre ruinas humeantes y cadáveres, tejiendo y destejiendo tapices durante innumerables inviernos, pariendo hombres para nuevas Troyas y aguardando el retorno de héroes exhaustos; de Dioses con pies de barro a los que a veces amaba, a menudo temía y casi siempre, tarde o temprano, despreciaba.

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Durmió como si le fuera la vida en ello, o como si deseara mantener la vida afuera, a distancia, el mayor tiempo posible.

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De pronto se estremeció en su interior y algo cruzó su mente como un fogonazo cálido; y supo, naturalmente, que estaba allí porque un día iba a enseñarle algo a aquella mujer. (...) Iba a enseñarle algo que ella creía saber y no sabía; algo que ella no podía controlar tan fácilmente como los gestos, las palabras, las situaciones y, en apariencia, a él mismo. Pero había que esperar, antes de que llegara ese momento. Por eso estaba allí y no tenía otra cosa que la espera.