sábado, 17 de noviembre de 2007

El pintor de batallas (Arturo Pérez Reverte)

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Somos producto, pensaría más tarde, de las reglas ocultas que determinan casualidades: desde la simetría del Universo hasta el momento en que uno cruza la sala de un museo.

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-Por eso sabe, como yo, que cuando el desastre devuelve al hombre al caos del que procede, todo ese civilizado barniz salta en pedazos, y otra vez es lo que era, o lo que siempre ha sido: un riguroso hijo de puta.

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Es -Gödel aparte- como los procedimientos matemáticos: poseen tal seguridad, claridad e inevitabilidad, que proporcionan alivio intelectual a quienes los conocen y manejan. Son analgésicos, diría yo. Así volvemos a un Aristóteles algo maltrecho, pero todavía útil: la comprensión, incluso el esfuerzo por comprender, nos salva. O al menos consuela, porque convierte el horror absurdo en leyes serenas.

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Se agitó el pintor de batallas, pasando los dedos por los bordes de la grieta del muro, ásperos y fríos. Carne cruda, recordó de pronto, junto a huellas de un animal en la arena. El horror siempre al acecho, exigiendo diezmos y primicias, listo para degollar a Euclides con la guadaña del caos. Mariposas aleteando por todas las guerras y todas las paces. Cada momento era una mezcla de las situaciones posibles combinadas con las imposibles, de grietas previstas desde aquel primer instante a la temperatura de tres mil millones de grados Kelvin, situado entre los catorce segundos y los tres minutos después del Big Bang, inicio de una serie de casualidades precisas que crean al hombre, y lo matan. Dioses borrachos jugando al ajedrez, albures olímpicos, un meteorito errante de sólo diez kilómetros de diámetro que, golpeando la Tierra y aniquilando a todos los animales con más de veinticinco kilos de peso, despejó el camino a mamíferos entonces pequeños y temerosos que, sesenta y cinco millones de años después, terminarían siendo homo sapiens, homo ludens, homo occisor.

Una Troya previsible bajo cada foto y cada Venecia. Venerar caballos de madera con el vientre preñado de bronce, aplaudir por las calles a los maestros florentinos o quemar, con idéntico entusiasmo, sus obras en las hogueras de Savonarola.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

El mundo de los prodigios (Robertson Davies)

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Por más sinceros que tratemos de ser en nuestros recuerdos, no podemos dejar de falsearlos en función del conocimiento que hemos adquirido con posterioridad.

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A menudo me ha sorprendido qué bien entienden las personas acomodadas e incluso los ricos las privaciones físicas que sufren los probres sin tener ni la menor idea de cómo es la sordidez intelectual en la que viven sumidos, que es uno de los elementos causantes de sus desdichas. Se trata de una sordidez qe se lleva en el tuétano de los huesos; rara vez puede la educación hacer algo para extirparla cuando la educación es mero asunto de escolarización.