El cuento número trece (Dianne Setterfield)
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Sin duda, una buena historia deslumbra mucho más que un pedazo de verdad.
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La gente desaparece cuando muere. La voz, la risa, el calor de su aliento, la carne y finalmente los huesos. Todo recuerdo vivo de ella termina. Es algo terrible y natural al mismo tiempo. Sin embargo, hay individuos que se salvan de esa aniquilación, pues siguen existiendo en los libros que escribieron. Podemos volver a descubrirlos. Su humor, el tono de su voz, su estado de ánimo. A través de la palabra escrita pueden enojarte o alegrarte. Pueden consolarte, pueden desconcertarte, pueden cambairte. Y todo eso a pesar de estar muertos. Como moscas en ámbar, como cadáveres congelados en el hielo, eso que según las leyes de la naturaleza deberia desaparecer se conserva por el milagro de la tinta sobre el papel. Es una suerte de magia.
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Con palabras precisas, cuidadosamente elegidas, me ha descrito la bella desolación que siente al terminar una novela cuyo mensaje es que el sufrimiento humano no tiene fin, que sólo queda resistir. Ma ha hablado de finales discretos que, sin embargo, permanecen más tiempo en la memoria que desenlaces más llamativos y arrebatados. Me ha explicado por qué la ambigüedad le llega más al corazón que los finales de muerte y matrimonio que yo prefiero.
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¿Qué es lo que permite a los seres humano ver más allá del fingimiento del otro?
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Nos acostumbramos tanto a nuestros propios horrores que olvidamos el efecto que pueden tener en otras personas.
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Es esta historia -la que me llegó en forma de insinuaciones, miradas y silencios- la que voy a vestir de palabras para usted.
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Todo el mundo tiene una historia. Es como la familia. Quizá no la conozca, quizá la haya perdido, pero así y todo existe. Puede alejarse de ella o darle la espalda, pero no puede decir que no tiene. Los mismo sucede con las historias. De modo que -concluyó- todo el mundo tiene una historia. ¿Cuándo piensa contarme la suya?
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